LA POSIBLE EXISTENCIA DE FORMAS DE VIDA
NO BASADAS EN CARBONO
Introducción
La vida, tal
como la conocemos, está inexorablemente ligada al carbono. Este elemento
constituye la base estructural de los sistemas biológicos terrestres, formando
el esqueleto de moléculas esenciales como los aminoácidos, los ácidos nucleicos
y los lípidos. Sin embargo, en un universo cuya diversidad química y física
sobrepasa con creces la limitada muestra que representa la Tierra, cabe
preguntarse si esta configuración bioquímica es una necesidad universal o una
mera contingencia evolutiva.
La
astrobiología contemporánea se encuentra en una encrucijada epistemológica:
mientras sus herramientas de búsqueda de vida extraterrestre se basan
mayoritariamente en indicadores de carbono, agua líquida y condiciones
similares a las de nuestro planeta, la posibilidad de formas de vida
radicalmente diferentes —no basadas en carbono o incluso sin agua como
disolvente— ha adquirido creciente interés teórico y experimental. Esto obliga
a reconsiderar no solo nuestros métodos de detección, sino también nuestras
definiciones de vida.
Este trabajo
examina las bases bioquímicas que hacen del carbono un soporte privilegiado
para la vida, y explora qué elementos alternativos, como el silicio, podrían
replicar (al menos en parte) su funcionalidad estructural. Asimismo, se
analizan las condiciones fisicoquímicas bajo las cuales tales bioquímicas
alternativas podrían emerger, así como las limitaciones actuales de nuestras
estrategias de detección, ancladas a una visión terrestre de lo vivo.
Desde una
perspectiva más amplia, se aborda la cuestión de si es posible formular una
definición universal de vida que abarque posibilidades aún no observadas, y
cuáles serían las consecuencias filosóficas y científicas de encontrar
entidades vivas que no compartan los fundamentos bioquímicos con la biosfera
terrestre. Finalmente, se revisan los avances experimentales y computacionales
orientados a simular, en entornos controlados, formas de vida “exóticas”
capaces de operar bajo principios distintos a los de la química del carbono.
Este análisis
no pretende responder de forma definitiva a la pregunta de si existe vida no
basada en carbono, sino trazar un marco de reflexión crítica sobre las
posibilidades reales, los sesgos de observación y las fronteras conceptuales
que actualmente limitan nuestro pensamiento sobre lo que la vida podría llegar
a ser.
1.
Fundamentos bioquímicos que hacen del carbono el pilar de la vida terrestre.
¿Qué elementos alternativos —como el silicio— podrían desempeñar un papel
similar, y cuáles son sus limitaciones fisicoquímicas?
El carbono es
el elemento central de la bioquímica terrestre por razones que van más allá de
su abundancia: su valencia tetravalente, su capacidad para formar enlaces
covalentes estables y versátiles, y su habilidad para construir estructuras
tridimensionales complejas hacen de él una plataforma sin igual para el
ensamblaje molecular de la vida. A diferencia de otros elementos, el carbono
puede formar cadenas largas (caténación), ciclos aromáticos, estructuras
ramificadas, dobles y triples enlaces, y, sobre todo, moléculas con gran
diversidad funcional. Esta flexibilidad estructural permite el desarrollo de
macromoléculas con funciones catalíticas (enzimas), informacionales (ADN/ARN) y
estructurales (proteínas, membranas), que constituyen los pilares de la vida
celular.
La química del
carbono se ve además favorecida por su interacción con el oxígeno, el
hidrógeno, el nitrógeno, el fósforo y el azufre (CHONPS), elementos disponibles
en el entorno planetario terrestre y capaces de formar parte de rutas
metabólicas sostenibles. Además, estas moléculas son compatibles con el agua
como disolvente universal, gracias a sus propiedades polares y
termodinámicamente estables en el rango de temperaturas donde el agua permanece
líquida.
Frente a ello,
el silicio ha sido propuesto como el candidato más plausible para
reemplazar al carbono en una bioquímica alternativa. También tetravalente y
abundante en la corteza terrestre, el silicio puede formar enlaces múltiples y
estructuras polímeras, como se observa en los silicatos. Sin embargo, presenta
limitaciones fisicoquímicas importantes:
- Catenación limitada: las cadenas de átomos de silicio
son mucho menos estables que las de carbono. Los enlaces Si–Si son más
largos y más susceptibles a ruptura térmica.
- Inestabilidad en presencia de agua: los compuestos orgánicos de
silicio (como los silanos) son altamente reactivos con el agua y tienden a
hidrolizarse, lo que dificulta su viabilidad en ambientes acuosos.
- Poca diversidad funcional: el silicio tiene una química más
restringida que el carbono; sus compuestos tienden a ser menos variados y
menos reactivos selectivamente, lo que dificulta la formación de sistemas
enzimáticos complejos.
- Compuestos gaseosos poco volátiles: mientras el CO₂ es un gas soluble y utilizable en
rutas metabólicas, su análogo, el dióxido de silicio (SiO₂), es sólido e insoluble, lo que
impide su incorporación en ciclos biogeoquímicos similares.
A pesar de
ello, en condiciones extremas —por ejemplo, temperaturas muy elevadas,
disolventes no acuosos como el metano líquido, o atmósferas reductoramente
distintas— es concebible que el silicio, u otros elementos como el azufre o el
arsénico, puedan participar en arquitecturas moleculares estables y
funcionales.
La exploración
de la posibilidad de vida no basada en carbono obliga así a repensar los
límites de la química orgánica, y a admitir que la bioquímica terrestre puede
no ser la única configuración viable. Aunque el carbono es óptimo para la vida
tal como la conocemos, no hay razones teóricas que impidan la existencia de
una “química viva” alternativa en condiciones fisicoquímicas profundamente
distintas, y cuyo estudio solo ha comenzado a abordarse desde una
perspectiva científica sistemática.
2.
Condiciones planetarias en las que podrían surgir formas de vida no basadas en
carbono. ¿Qué papel juegan variables como la temperatura, la presión o la
composición atmosférica en la viabilidad de otras bioquímicas?
La posibilidad
de vida no basada en carbono no solo depende de la viabilidad teórica de otras
bioquímicas, sino de la existencia de entornos astrofísicos y planetarios
compatibles con esas estructuras alternativas. Mientras que la vida terrestre
se ha desarrollado en condiciones moderadas de temperatura y presión, en
presencia de agua líquida y atmósferas oxigenadas o ligeramente reductoras,
otros escenarios planetarios podrían favorecer químicas diferentes, incluso
incompatibles con la vida tal como la conocemos.
En este
contexto, la temperatura es un factor determinante. A temperaturas mucho
más bajas que las terrestres (por debajo de los 100 K), el agua se congela y
pierde su papel como disolvente. Sin embargo, compuestos como el metano, el
etano o el amoníaco permanecen líquidos en esos rangos, lo que ha llevado a
proponer su uso como medios disolventes alternativos en mundos fríos. Un
ejemplo paradigmático es Titán, la luna de Saturno, donde existen lagos
de metano y etano líquidos. En estos ambientes, una bioquímica basada en
hidrocarburos simples o en enlaces silicio-hidrógeno podría ser viable, aunque
su cinética sería extremadamente lenta debido a la baja temperatura.
Por el
contrario, en ambientes de alta temperatura, como las atmósferas
inferiores de Venus o los sistemas hidrotermales planetarios, los enlaces
carbono-carbono tienden a degradarse, y solo estructuras con alta estabilidad
térmica —como silicatos o redes inorgánicas— podrían sostener sistemas
organizados. En estos entornos, la vida hipotética requeriría una bioquímica
capaz de operar en condiciones cercanas a la descomposición molecular, lo cual
podría favorecer rutas completamente diferentes, como estructuras cristalinas
autoorganizadas o metabolismos sin polímeros flexibles.
La presión
es otro parámetro crucial. A altas presiones, como las que se encuentran en los
océanos profundos de lunas como Europa o Encélado, se modifican
tanto las propiedades de los solventes como la estabilidad de los enlaces
moleculares. Algunas reacciones que son inviables en condiciones terrestres
podrían volverse termodinámicamente favorables. Además, la combinación de
presión y temperatura define fases exóticas del agua y otros compuestos que
podrían ser clave para formas de vida alternativas.
La composición
atmosférica también desempeña un papel determinante. Atmósferas altamente
reductoras —ricas en hidrógeno, metano o amoníaco— podrían favorecer la
síntesis de compuestos orgánicos primitivos o incluso sistemas bioquímicos
basados en enlaces menos oxidados que los que predominan en la biosfera
terrestre. Por el contrario, atmósferas muy oxidantes tienden a descomponer
moléculas orgánicas complejas, lo que exige mecanismos de protección o
adaptaciones moleculares aún no observadas.
Finalmente,
cabe destacar que la estabilidad química y energética del entorno debe
permitir no solo la formación de moléculas complejas, sino también su
reproducción, variación y evolución. Esto implica una fuente de energía
sostenible (como radiación estelar, gradientes térmicos o reacciones redox) y
un entorno suficientemente dinámico como para mantener una química lejos del
equilibrio.
En resumen, la
viabilidad de formas de vida no basadas en carbono está estrechamente ligada al
régimen físico-químico del entorno planetario. Solo ampliando nuestros
modelos de habitabilidad más allá del paradigma terrestre podremos concebir de
forma realista entornos en los que una “vida exótica” no solo sea posible, sino
evolutivamente viable.
3.
Estrategias actuales de búsqueda de vida extraterrestre y si están sesgadas
hacia formas de vida similares a la terrestre. ¿Estamos preparados para
reconocer una bioquímica radicalmente distinta?
La exploración
astrobiológica contemporánea está fuertemente condicionada por un sesgo de
partida: la única muestra empírica de vida conocida es la terrestre.
Como consecuencia, la mayoría de las misiones, instrumentos y modelos de
búsqueda de vida fuera de la Tierra han sido diseñados para detectar signos de
vida que comparten características con los organismos de la biosfera terrestre:
estructura basada en carbono, presencia de agua líquida, metabolismo redox, y
generación de compuestos orgánicos reconocibles (como aminoácidos, lípidos o
ácidos nucleicos).
Este sesgo se
refleja en múltiples niveles. En primer lugar, los biomarcadores
tradicionales utilizados en la detección remota —como el metano, el
oxígeno, el ozono o el dióxido de carbono— están elegidos por su relación con
procesos biológicos terrestres. Aunque son plausibles indicadores de actividad
metabólica, su presencia no implica vida, ni su ausencia la descarta,
especialmente si se considera la posibilidad de bioquímicas alternativas.
Del mismo modo,
los instrumentos de exploración in situ, como los espectrómetros
enviados a Marte o las futuras misiones a Encélado o Europa, están calibrados
para detectar moléculas orgánicas que ya conocemos o que derivan de las vías
metabólicas propias de los organismos terrestres. Esto limita enormemente la
capacidad para identificar estructuras moleculares radicalmente distintas o
sistemas organizativos no basados en polímeros biológicos estándar.
La comunidad
científica ha reconocido progresivamente este sesgo. Conceptos como "vida
como la conocemos" (life-as-we-know-it) frente a "vida como no
la conocemos" (life-not-as-we-know-it) han sido introducidos para
categorizar distintos niveles de especulación y ampliar los márgenes de
búsqueda. No obstante, los intentos reales por desarrollar tecnologías
agnósticas —capaces de detectar vida sin presuponer una química específica—
aún están en fase embrionaria.
Entre estas
propuestas destaca la búsqueda de anomalías termodinámicas o entrópicas,
es decir, estructuras que mantengan un estado ordenado y alejado del equilibrio
de forma persistente, lo cual podría sugerir metabolismo, aunque sin conocer su
base química. También se han propuesto algoritmos de detección de
complejidad molecular, capaces de distinguir patrones estadísticamente
improbables frente al ruido abiótico.
La gran
pregunta es si seríamos capaces de reconocer vida verdaderamente exótica
si la encontráramos. Nuestra percepción, entrenada en los marcos cognitivos de
la biología terrestre, puede ser ciega a configuraciones radicalmente
distintas. Incluso si una bioestructura no basada en carbono fuese detectada
por un espectrómetro, podríamos descartarla como ruido inorgánico o anomalía
técnica.
En este
sentido, la preparación para encontrar vida no se limita a mejorar los
sensores, sino que exige un cambio epistemológico profundo: revisar nuestras
definiciones de vida, entrenar nuestros modelos de interpretación en entornos
artificiales y aceptar la posibilidad de que lo vivo pueda adoptar formas no
intuibles desde nuestra experiencia evolutiva.
Por tanto,
aunque la ciencia actual ha avanzado enormemente en la búsqueda de vida
extraterrestre, sigue anclada en gran medida a una antropomorfización
bioquímica. Romper ese paradigma requerirá una revolución conceptual
comparable a la que supuso el abandono del geocentrismo, y tal vez estemos
apenas en sus albores.
4. Desafíos
que supone definir la vida desde una perspectiva universal. ¿Puede la
astrobiología operar con una definición funcional que abarque formas de vida
que no conocemos?
Uno de los
mayores obstáculos epistemológicos en astrobiología es la ausencia de una
definición operativa de “vida” que no dependa de los ejemplos conocidos. La
biología tradicional define la vida a partir de criterios como organización
celular, metabolismo, crecimiento, reproducción, adaptación y evolución. Sin
embargo, estas propiedades, si bien útiles para describir la vida terrestre, se
revelan insuficientes cuando se busca una formulación verdaderamente universal.
El problema es
que toda definición basada en atributos empíricos se ve limitada por un sesgo
antropobioquímico: asumimos que lo que la vida es se corresponde con
lo que la vida ha sido en la Tierra. Pero si existen formas de vida
basadas en principios bioquímicos radicalmente distintos —por ejemplo, sin
ácidos nucleicos, sin membranas, sin agua, o incluso sin metabolismo químico en
el sentido clásico—, tales sistemas quedarían excluidos de nuestras
definiciones actuales, aunque fueran funcionalmente equivalentes.
Ante este
dilema, algunos investigadores han propuesto definiciones funcionales o
termodinámicas de la vida. Por ejemplo, considerar como “vida” a cualquier
sistema que:
- mantenga un estado de
organización interna alejado del equilibrio termodinámico mediante el
consumo de energía,
- sea capaz de autopoyesis
(auto-mantenimiento de su estructura),
- y presente capacidad de
evolución adaptativa por medio de variación y selección.
Este enfoque es
más general, pero también más abstracto y difícil de verificar empíricamente.
Existen sistemas físicos —como llamas, cristales en crecimiento o autómatas
celulares— que cumplen algunos de estos criterios sin ser considerados vivos.
Además, la dificultad de observar evolución adaptativa en tiempo real en
organismos hipotéticos, especialmente en entornos planetarios remotos, limita
su aplicabilidad.
Otra propuesta
relevante es el concepto de “vida como proceso” en lugar de “vida como
sustancia”: no importa tanto de qué está hecha una entidad, sino qué hace.
Desde esta óptica, la vida sería una organización dinámica de procesos que
interactúan para mantener su existencia, independientemente del soporte
material que utilicen (carbono, silicio, plasma, o incluso circuitos
artificiales).
La
astrobiología, como disciplina, se encuentra así en una tensión constante entre
lo empírico y lo teórico. Por un lado, necesita criterios operativos claros
para diseñar misiones e interpretar señales. Por otro, debe mantener una apertura
epistemológica que le permita reconocer lo inédito. Esta tensión se refleja
en el desarrollo de protocolos como el Framework de Detección de Vida de la
NASA, que combina múltiples líneas de evidencia para valorar la
“probabilidad de vida” sin requerir una definición absoluta.
En última
instancia, la pregunta de qué es la vida desde una perspectiva universal no
tiene aún una respuesta cerrada. La astrobiología puede operar provisionalmente
con definiciones funcionales y metodologías probabilísticas, pero deberá
aceptar que la vida —en su sentido más amplio— podría ser una categoría
abierta, cuya comprensión dependerá tanto del hallazgo de nuevas formas
como de nuestra capacidad para revisar los límites de lo que estamos dispuestos
a reconocer como tal.
5.
Implicaciones filosóficas y epistemológicas de descubrir formas de vida no
basadas en carbono. ¿Cómo afectaría esto a nuestros conceptos de vida,
inteligencia y consciencia?
El
descubrimiento de formas de vida no basadas en carbono implicaría un giro
radical no solo en la biología y la astrobiología, sino también en nuestras
nociones filosóficas fundamentales. Desde la Antigüedad, la vida ha sido
concebida como una categoría singular —opuesta a lo inerte—, y en el
pensamiento moderno, íntimamente ligada a la materia orgánica terrestre. Romper
con esta visión implicaría una deslocalización ontológica del fenómeno vital,
obligándonos a reformular sus límites y su sentido.
En primer
lugar, se pondría en cuestión el principio de uniformidad bioquímica: la
idea de que los fundamentos químicos de la vida deben ser los mismos en todo el
universo. Esta creencia, en gran medida heredada de la extrapolación de la
experiencia terrestre, se vería socavada por la existencia de entidades vivas
sustentadas por arquitecturas moleculares completamente distintas. La vida
dejaría de ser una sustancia reconocible para convertirse en una función
del cosmos, diversa y contingente.
Este hallazgo
también reconfiguraría nuestros criterios de inteligencia. Hasta ahora,
el debate sobre la inteligencia extraterrestre ha girado en torno a la
posibilidad de entidades conscientes con capacidades simbólicas, tecnológicas o
comunicativas similares a las humanas. Pero una forma de vida no basada en
carbono podría no tener neuronas, ni sistemas nerviosos, ni siquiera
estructuras análogas a las nuestras. Aun así, podría presentar adaptaciones
complejas, resolución de problemas o comportamientos emergentes que, si se
midieran con otra escala, podrían equivaler a formas de cognición no
reconocidas.
La cuestión de
la consciencia, a su vez, adquiere una nueva dimensión. Si la
consciencia no es una propiedad exclusivamente derivada de una estructura
neuronal basada en carbono, sino una manifestación más amplia de ciertos grados
de autoorganización y percepción, entonces la consciencia podría no ser
antropocéntrica ni terrestre. Esto abriría una serie de interrogantes
profundamente filosóficos:
- ¿Es la consciencia un fenómeno
emergente o fundamental?
- ¿Puede surgir en arquitecturas no
orgánicas?
- ¿Hasta qué punto es reconocible
desde nuestros propios esquemas conceptuales?
En términos
epistemológicos, este descubrimiento implicaría una ruptura de paradigma
en el sentido kuhniano: lo que entendemos por "vida" dejaría de ser
un concepto fijo para convertirse en un campo semántico expandido. La ciencia
debería entonces revisar sus marcos de categorización, sus lenguajes
descriptivos y sus criterios de validación empírica. La biología se vería
forzada a dialogar más estrechamente con la filosofía, la teoría de sistemas,
la inteligencia artificial y las ciencias cognitivas.
Finalmente, las
consecuencias existenciales no serían menores. La vida no terrestre y no
carbonada implicaría que nuestra forma de vida no es el único modo en que el
universo puede organizarse para producir conciencia, evolución o complejidad.
Esta revelación podría desplazar aún más al ser humano del centro de la
realidad, como lo hizo en su día la revolución copernicana o la teoría de la
evolución, desafiando nuestras narrativas culturales sobre el origen, el
propósito y el lugar del ser humano en el cosmos.
6. Modelos
computacionales o experimentos de laboratorio que simulan entornos con
potencial para formas de vida alternativas. ¿Qué tan cerca estamos de
sintetizar “vida exótica” en condiciones controladas?
El estudio de
formas de vida no basadas en carbono no se limita al terreno de la especulación
teórica. En las últimas dos décadas, diversas iniciativas han buscado
aproximarse experimentalmente a la posibilidad de una bioquímica alternativa,
ya sea mediante simulaciones computacionales avanzadas o mediante entornos
experimentales controlados que replican condiciones radicalmente distintas a
las de la Tierra.
En el ámbito computacional,
uno de los enfoques más prometedores es el diseño de modelos de química
artificial, como los sistemas de autómatas celulares o simulaciones de
química artificial en entornos digitales (por ejemplo, los modelos basados en Artificial
Life o ALife). Estos sistemas exploran configuraciones de
interacciones moleculares abstractas, ajenas a los elementos tradicionales (C,
H, O, N), buscando identificar propiedades emergentes como replicación,
autocatalisis, o evolución. Aunque no representan química real, permiten
identificar arquitecturas lógicas mínimas que podrían ser implementadas en
diferentes marcos físicos.
Por otro lado,
se han desarrollado modelos de dinámica molecular y química computacional
que exploran la estabilidad de estructuras basadas en silicio, fósforo o
incluso metales de transición, evaluando su viabilidad termodinámica en
disolventes alternativos como el metano o el amoníaco. Estas simulaciones
permiten prever qué tipos de moléculas podrían formar redes funcionales bajo
distintas condiciones planetarias.
En el
laboratorio, los avances más notables se han dado en dos frentes:
- Química prebiótica en disolventes
no acuosos: se han
realizado experimentos que simulan entornos como los lagos de metano de
Titán, logrando la formación de moléculas orgánicas complejas en
condiciones criogénicas y en atmósferas reductoras. Experimentos del tipo
Miller-Urey en entornos con metano, nitrógeno y rayos UV han dado lugar a
compuestos orgánicos sin intervención del carbono terrestre clásico, como
azoles, nitrilos y tioles.
- Vida sintética parcialmente no
basada en carbono:
en biología sintética, se han desarrollado organismos modificados
genéticamente con alfabetos genéticos ampliados, como el uso de
nucleótidos sintéticos en lugar de las bases tradicionales A, T, C y G.
Aunque estos organismos siguen siendo carbono-dependientes, demuestran que
la maquinaria de la vida es capaz de operar con códigos bioquímicos
expandidos. Asimismo, se han sintetizado ácidos nucleicos alternativos
(XNAs), resistentes a la degradación en entornos extremos, y que podrían
ser precursores viables en bioquímicas no convencionales.
Un caso
emblemático es el estudio del fosfato vs arseniato, a raíz del
controvertido experimento del lago Mono (NASA, 2010), donde se propuso
—erróneamente, pero con importantes implicaciones metodológicas— que una
bacteria podía incorporar arsénico en lugar de fósforo en su ADN. Si bien los
resultados fueron refutados, el episodio ilustró el valor heurístico de explorar
los límites bioquímicos de la vida.
A pesar de
estos avances, la síntesis completa de una forma de vida funcional no basada
en carbono aún no ha sido lograda. No obstante, los progresos en
inteligencia artificial aplicada al diseño molecular, la química automatizada
de alta resolución y la exploración sistemática de entornos extremos (como los
simuladores planetarios) están acercando esta posibilidad al terreno
experimental.
En conclusión,
estamos aún lejos de crear vida exótica en el laboratorio, pero hemos
comenzado a cartografiar seriamente el espacio de lo posible. Cada modelo,
cada simulación y cada experimento exitoso nos acerca un paso más a comprender
no solo cómo es la vida, sino cómo podría ser.
Conclusión
La búsqueda de
formas de vida no basadas en carbono nos enfrenta a una de las preguntas más
profundas y desestabilizadoras de la ciencia contemporánea: ¿es la vida, tal
como la conocemos, una expresión universal de la organización compleja de la
materia, o simplemente una posibilidad entre muchas otras?
El estudio de
alternativas bioquímicas —como las basadas en silicio u otros elementos— revela
tanto el poder estructural del carbono como la contingencia de su supremacía.
Mientras que la química del carbono ha demostrado una versatilidad sin igual en
las condiciones terrestres, su universalidad no está garantizada en otros
entornos planetarios. Las variables físicas del cosmos —temperatura, presión,
composición atmosférica— podrían permitir el florecimiento de formas de vida
profundamente distintas, no detectables mediante los criterios y tecnologías
con los que hemos orientado nuestra búsqueda hasta ahora.
Este
reconocimiento de la posible diversidad de lo vivo nos obliga a revisar no solo
nuestras estrategias científicas, sino también nuestras definiciones
conceptuales. La astrobiología se enfrenta así a un reto doble: construir
herramientas para detectar lo inédito, y al mismo tiempo conservar una apertura
epistemológica suficiente como para no descartar lo que aún no entendemos. La
vida, en su forma más radical, podría no parecerse a nada que hayamos visto, y
podría no desvelarse como tal si seguimos preguntando con los mismos marcos
cognitivos.
El hallazgo
—real o sintético— de una forma de vida no basada en carbono reconfiguraría
nuestras categorías filosóficas más profundas: la distinción entre lo orgánico
e inorgánico, los fundamentos de la inteligencia, el estatuto ontológico de la
consciencia. Sería, al mismo tiempo, una revolución científica y un
acontecimiento antropológico.
En última
instancia, este tipo de exploraciones no solo expande el horizonte de la
astrobiología, sino también el de nuestra propia comprensión de lo que
significa estar vivos en un universo mucho más vasto, diverso y extraño de lo
que hasta ahora hemos sido capaces de imaginar.
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