LA REVOLUCIÓN RUSA Y EL ASCENSO DEL COMUNISMO

Introducción

La Revolución Rusa de 1917 marcó un punto de inflexión en la historia mundial. No se trató únicamente del colapso de un régimen autocrático milenario, sino del surgimiento de un nuevo modelo político, económico e ideológico que aspiraba a transformar radicalmente la sociedad: el comunismo. En un contexto de guerra, hambre y crisis institucional, el Imperio ruso se desmoronó y dio paso a una sucesión vertiginosa de acontecimientos que desembocaron en el derrocamiento del zarismo, la caída del Gobierno Provisional y la consolidación del poder bolchevique.

Este proceso, impulsado por líderes como Lenin y Trotsky, supuso una ruptura total con el orden liberal y capitalista dominante en Europa. El nuevo régimen se propuso construir una sociedad sin clases, abolir la propiedad privada de los medios de producción y establecer la dictadura del proletariado. Sin embargo, la brecha entre los ideales proclamados y las realidades impuestas por las circunstancias políticas y económicas generaría, desde el inicio, fuertes contradicciones.

Este documento aborda los factores que desencadenaron la revolución, las figuras que la condujeron, el proceso de toma del poder, la consolidación del sistema comunista y su proyección internacional, así como las tensiones entre utopía e implementación. Comprender la Revolución Rusa no solo es esencial para entender el siglo XX, sino también para analizar las dinámicas ideológicas que aún hoy siguen generando debate.

1. Causas profundas de la Revolución Rusa de 1917: el colapso del régimen zarista

La Revolución Rusa no fue fruto de un único acontecimiento, sino el desenlace de una acumulación de factores estructurales que durante décadas habían socavado los cimientos del régimen zarista. Entre los elementos determinantes destacan los factores sociales, económicos y políticos, que, entrelazados, condujeron a una situación insostenible.

Socialmente, el Imperio ruso era una sociedad fuertemente estratificada, donde el campesinado representaba más del 80 % de la población, en su mayoría empobrecida, sin acceso a la tierra y sometida a una aristocracia privilegiada. Aunque se habían abolido los restos formales del feudalismo con la emancipación de los siervos en 1861, las condiciones reales de vida apenas cambiaron para los campesinos. Al mismo tiempo, la clase obrera urbana emergente, concentrada en núcleos industriales de Moscú y San Petersburgo, sufría jornadas laborales extensas, salarios miserables y escasa protección social, alimentando el malestar y la organización revolucionaria.

En el ámbito económico, Rusia experimentó un proceso de industrialización tardío, desequilibrado y dependiente del capital extranjero. A esto se sumaron sucesivas crisis agrícolas, un elevado endeudamiento estatal y una burocracia ineficaz. La situación se agravó con la participación en la Primera Guerra Mundial (1914–1918), que no solo acentuó la crisis financiera, sino que provocó una catástrofe humanitaria: millones de muertos, hambrunas, desabastecimiento y el colapso logístico del país.

Desde el punto de vista político, la autocracia zarista era anacrónica frente a las demandas de modernización. El intento de reforma del sistema tras la Revolución de 1905 —con la creación de la Duma— fue superficial: el zar Nicolás II mantuvo el poder absoluto, y la represión de opositores se intensificó. La falta de representatividad real, el autoritarismo de la monarquía y la desconfianza hacia la elite gobernante —acentuada por figuras impopulares como Rasputín— minaron aún más la legitimidad del régimen.

A estos factores estructurales se sumó el agotamiento moral del pueblo ruso durante la Gran Guerra, que aceleró el proceso revolucionario. El ejército estaba desmoralizado, el frente se descomponía y las ciudades sufrían escasez extrema. En este escenario, el régimen zarista, incapaz de responder a las demandas urgentes de la sociedad, se derrumbó. En febrero de 1917, tras masivas protestas y huelgas, el zar abdicó, dejando un vacío de poder que sería ocupado de forma provisional, pero inestable.

2. El papel de Lenin y Trotsky en el éxito de la Revolución de Octubre: ideología, estrategia y acción

La Revolución de octubre de 1917 no habría sido posible sin el liderazgo carismático, estratégico y profundamente ideologizado de Vladímir Ilich Lenin y León Trotsky. Ambos desempeñaron roles distintos pero complementarios: Lenin fue el arquitecto ideológico y el estratega político del movimiento bolchevique, mientras que Trotsky fue el organizador militar y propagandista clave que ejecutó la toma del poder con precisión táctica.

Lenin, desde su regreso del exilio en abril de 1917, se convirtió en la figura central del movimiento revolucionario. Su propuesta en las “Tesis de Abril” rompía con la visión tradicional marxista de esperar una revolución burguesa como condición previa al socialismo. Sostenía que la revolución debía ser proletaria e inmediata, y que el poder debía pasar directamente a los soviets (consejos de trabajadores y soldados). Con consignas sencillas pero poderosas como “Paz, pan y tierra” o “Todo el poder a los soviets”, Lenin logró conectar con el descontento popular y debilitar el respaldo al Gobierno Provisional.

Además, supo manejar con habilidad las contradicciones del momento. Aunque los bolcheviques eran minoría en los primeros meses, Lenin impulsó una política de presión constante, utilizando la prensa, la agitación y la organización de células revolucionarias. No dudó en criticar a sus propios aliados si estos mostraban ambigüedad hacia la revolución, imponiendo una línea clara y radical.

Trotsky, por su parte, jugó un papel decisivo como presidente del Soviet de Petrogrado y como líder del Comité Militar Revolucionario, organismo clave en la planificación de la insurrección armada. Su capacidad oratoria, su formación intelectual y su experiencia organizativa fueron fundamentales para movilizar a los trabajadores armados (Guardia Roja) y coordinar los movimientos que llevaron a la toma de los puntos estratégicos de la ciudad (el Palacio de Invierno, estaciones de tren, telégrafos, etc.).

Desde el punto de vista táctico, la Revolución de Octubre fue rápida y prácticamente incruenta, gracias a la minuciosa planificación y al hecho de que muchos soldados estaban ya en abierta desobediencia con el Gobierno Provisional. La legitimidad de los soviets, ganada durante meses de movilización, y la percepción de que los bolcheviques representaban la voluntad popular fueron claves para evitar una resistencia significativa en Petrogrado.

En conjunto, Lenin y Trotsky supieron capitalizar el caos político, el hartazgo social y el descrédito del gobierno para imponer una nueva lógica de poder: la dictadura del proletariado dirigida por el Partido Bolchevique. Su liderazgo no solo determinó el éxito inmediato de la revolución, sino que marcaría el rumbo del nuevo Estado soviético.

3. De la fragilidad del Gobierno Provisional al ascenso bolchevique

El colapso del zarismo en febrero de 1917 dio paso a un Gobierno Provisional dominado por liberales y moderados, cuya legitimidad era precaria desde el inicio. Surgido como una solución de urgencia tras la abdicación del zar Nicolás II, este gobierno debía afrontar una triple exigencia: continuar la guerra, estabilizar el país y responder a las demandas sociales. Sin embargo, su incapacidad para cumplir con estas expectativas precipitó su fracaso y abrió el camino a la revolución bolchevique.

Desde el primer momento, el Gobierno Provisional se vio condicionado por un doble poder: por un lado, el suyo formal; por otro, el poder real que representaban los soviets de obreros y soldados, en especial el Soviet de Petrogrado. Este fenómeno de “doble poder” impedía cualquier acción decidida, pues la autoridad efectiva estaba repartida y muchas veces enfrentada.

Uno de los mayores errores estratégicos del Gobierno Provisional fue mantener a Rusia en la Primera Guerra Mundial. A pesar del clamor popular por la paz, los líderes provisionales, influenciados por compromisos con los aliados y una visión nacionalista, decidieron continuar el esfuerzo bélico. Esta decisión provocó una crisis de legitimidad, al asociarse su gobierno con los mismos sufrimientos que habían contribuido al colapso del régimen zarista.

Paralelamente, se negaron a realizar reformas profundas en el reparto de tierras —una de las demandas más urgentes del campesinado— y no resolvieron los problemas económicos que provocaban escasez y hambrunas en las ciudades. El resultado fue un creciente descrédito, especialmente entre los sectores populares.

Mientras tanto, los bolcheviques, al principio una minoría marginalizada, aprovecharon la situación para ganar influencia en los soviets y en las calles. Su discurso directo, centrado en acabar la guerra, dar tierras a los campesinos y empoderar a los soviets, contrastaba con la ambigüedad del Gobierno Provisional. A medida que el descontento crecía, su mensaje fue calando entre obreros, soldados y campesinos.

La crisis de julio, el fallido golpe de Kornílov y la creciente violencia social fueron señales de que el Gobierno Provisional había perdido el control. Para octubre, los bolcheviques ya contaban con el apoyo mayoritario en los soviets clave y con la capacidad militar suficiente —gracias a Trotsky— para tomar el poder.

La noche del 25 al 26 de octubre (7–8 de noviembre en el calendario gregoriano), los bolcheviques derrocaron al Gobierno Provisional con una operación coordinada y casi sin resistencia. La toma del Palacio de Invierno simbolizó no solo el fin de la revolución, sino el nacimiento del primer Estado socialista de la historia.

Este proceso de transición revela no solo la habilidad política de los bolcheviques, sino también la incapacidad del liberalismo ruso para dar respuesta a una sociedad desgarrada por la guerra, la pobreza y el autoritarismo heredado. Los bolcheviques no conquistaron el poder únicamente por fuerza, sino porque supieron llenar el vacío ideológico y práctico que dejaron sus rivales.

4. La consolidación del comunismo: del ideal revolucionario de Lenin al autoritarismo de Stalin

La toma del poder en octubre de 1917 no fue el final de la revolución, sino el inicio de una profunda reconfiguración política, económica y social que transformaría a Rusia en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Bajo los liderazgos sucesivos de Lenin y Stalin, el comunismo pasó de ser un proyecto utópico a un sistema de poder consolidado, aunque no sin tensiones internas ni profundas mutaciones ideológicas.

Lenin, al asumir el control del Estado, tuvo que enfrentar una realidad mucho más compleja que la teoría. Su primera etapa de gobierno (1917–1924) estuvo marcada por decisiones de gran alcance:

  • El retiro de la guerra mediante el Tratado de Brest-Litovsk (1918), que le costó al país enormes pérdidas territoriales pero permitió centrarse en la consolidación interna.
  • La nacionalización de la banca, la industria y las grandes propiedades agrícolas.
  • La creación de una nueva estructura estatal centralizada, sustentada en el Partido Comunista como núcleo del poder.
  • La instauración de una férrea censura, la persecución de partidos opositores y la creación de la Cheka, la policía política encargada de eliminar cualquier disidencia.

Durante la Guerra Civil Rusa (1918–1921), el gobierno bolchevique aplicó el llamado Comunismo de Guerra, una política de control total de la economía para abastecer al Ejército Rojo. Se requisaron alimentos, se prohibió el comercio privado y se militarizó la producción. Si bien esta política aseguró la victoria sobre los “blancos” (fuerzas contrarrevolucionarias), generó una gran hambruna y descontento generalizado.

En respuesta a las protestas, Lenin lanzó en 1921 la Nueva Política Económica (NEP), una reapertura parcial al mercado, especialmente en el campo. Aunque era una medida pragmática, no una renuncia al socialismo, evidenció que el proyecto revolucionario necesitaba adaptarse para sobrevivir.

Tras la muerte de Lenin en 1924, se abrió una lucha por el poder en la que Stalin supo imponerse progresivamente a sus rivales, incluido Trotsky, a quien obligó al exilio. Desde su posición como secretario general del Partido, Stalin fue construyendo un modelo totalitario, centrado en su figura y sostenido por una maquinaria de represión, propaganda y planificación centralizada.

A diferencia de Lenin, que aún toleraba cierta pluralidad dentro del partido, Stalin eliminó toda disidencia, incluso dentro de las filas comunistas. Su gobierno se caracterizó por:

  • La colectivización forzosa de la agricultura, que causó millones de muertes por hambre (especialmente en Ucrania, con el Holodomor).
  • La industrialización acelerada a través de planes quinquenales, con logros notables en términos de producción, pero a costa de enormes sacrificios humanos.
  • La expansión del Gulag como sistema de represión masiva.
  • Las purgas internas y juicios políticos que eliminaron a miles de cuadros del partido, incluidos antiguos camaradas de Lenin.

En este proceso, el comunismo soviético fue alejándose de sus promesas iniciales de emancipación y autogestión, para convertirse en una estructura vertical, burocrática y autoritaria, cuyo principal objetivo era mantener el control del Estado.

Así, la consolidación del comunismo en la URSS no fue un camino lineal hacia la igualdad, sino una sucesión de rupturas, adaptaciones y regresiones que reflejaban las tensiones entre los ideales revolucionarios y las condiciones reales del poder.

5. Influencia internacional de la Revolución Rusa: el comunismo como catalizador global

La Revolución Rusa de 1917 tuvo un impacto global inmediato y duradero. No solo marcó el nacimiento del primer Estado socialista de la historia, sino que se convirtió en un referente ideológico, estratégico y simbólico para movimientos revolucionarios, partidos comunistas y sectores contestatarios de todo el mundo. Desde Europa occidental hasta América Latina, pasando por Asia y África, el ejemplo soviético agitó la política del siglo XX.

En Europa, la reacción fue casi inmediata. La devastación de la Primera Guerra Mundial había generado un clima de radicalización social, y muchos trabajadores vieron en el éxito de los bolcheviques un camino alternativo al capitalismo y a los regímenes liberales debilitados. En Alemania, el levantamiento espartaquista de 1919, liderado por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, fue directamente inspirado por la revolución rusa, aunque fue brutalmente reprimido. También en Hungría, Béla Kun instauró una efímera república soviética en 1919. Estos movimientos fracasaron, pero confirmaron el temor de las élites europeas a un “contagio rojo”.

En respuesta, la Unión Soviética promovió activamente la expansión del comunismo internacional a través de la Tercera Internacional (Komintern), fundada en 1919. Su objetivo era coordinar los partidos comunistas del mundo bajo una misma línea política, subordinada a Moscú. Aunque esto generó tensiones con corrientes socialistas más autónomas, sirvió para difundir la ideología marxista-leninista como una alternativa global estructurada.

En América Latina, aunque las condiciones sociales y políticas eran distintas, la influencia también fue notable. En países como México, Argentina, Chile, Brasil, Cuba y Perú, surgieron partidos comunistas que, aunque inicialmente marginales, jugaron roles importantes en luchas sindicales, campesinas y estudiantiles. La Revolución Cubana de 1959, liderada por Fidel Castro y el Che Guevara, puede considerarse uno de los ecos más significativos del legado revolucionario soviético en la región, aunque con una identidad propia.

Asimismo, el modelo soviético inspiró a movimientos anticoloniales y de liberación nacional en Asia y África. El comunismo fue visto por muchos líderes del Tercer Mundo como un instrumento de emancipación frente al imperialismo occidental, y la URSS supo posicionarse como un aliado de estos procesos en países como China, Vietnam, Angola o Etiopía.

Sin embargo, esta expansión también generó una respuesta hostil en Occidente, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial. La rivalidad ideológica entre el bloque capitalista y el bloque comunista dio lugar a la Guerra Fría, un conflicto global sin enfrentamientos directos entre potencias, pero con guerras subsidiarias, espionaje, carrera armamentista y propaganda. En este contexto, la Revolución Rusa fue reinterpretada tanto como esperanza revolucionaria como amenaza totalitaria, según el punto de vista de cada actor.

En definitiva, la Revolución de Octubre no se limitó al ámbito nacional. Fue un acontecimiento mundial, cuyas ideas, tácticas y estructuras influyeron —para bien o para mal— en los grandes conflictos políticos del siglo XX, alimentando utopías, levantamientos y también represiones, en una lucha global entre modelos antagónicos de sociedad.

6. Entre la utopía y la realidad: tensiones del comunismo soviético en sus primeras décadas

El proyecto comunista soviético nació con una promesa de emancipación total: abolición de la propiedad privada, desaparición de las clases sociales, control obrero de la producción, igualdad entre hombres y mujeres, y un futuro sin opresión ni explotación. Sin embargo, desde sus inicios, la implementación práctica del sistema reveló profundas tensiones entre los ideales revolucionarios y las realidades políticas, económicas y humanas de gobernar un Estado en crisis permanente.

Una de las contradicciones más evidentes fue el papel del Estado. Según la teoría marxista, el Estado debía ser un instrumento transitorio, cuya función sería desaparecer tras consolidarse el socialismo. En la práctica, el Estado soviético no solo no se extinguió, sino que se fortaleció como una estructura centralizada, autoritaria y represiva, especialmente bajo Stalin. La concentración del poder en el Partido Comunista, y dentro de este en una figura única, chocaba frontalmente con la aspiración a una democracia obrera y popular.

En el plano económico, la transición del comunismo de guerra a la NEP, y luego a los planes quinquenales de Stalin, mostró un sistema que oscilaba entre la rigidez ideológica y el pragmatismo forzado. La colectivización agrícola, impuesta violentamente, pretendía crear granjas colectivas donde los campesinos dejaran de ser “pequeños propietarios”, pero generó resistencia, hambrunas y una profunda desafección en el campo. A pesar de los avances en industrialización pesada, la planificación central ignoró muchas veces las necesidades básicas de la población, generando escasez crónica de bienes de consumo.

En el terreno social y político, el régimen soviético adoptó una retórica de igualdad y justicia, pero se consolidó mediante mecanismos de represión sistemática: censura, vigilancia masiva, detenciones arbitrarias, deportaciones y ejecuciones. El sistema de campos de trabajo (Gulag) se convirtió en un componente estructural del modelo económico y de control social. Esto contradecía el discurso de “liberación” que sustentaba el proyecto.

Asimismo, las promesas de participación popular en la toma de decisiones fueron sustituidas por una práctica de obediencia al partido único. Los soviets, que en un principio encarnaban la democracia obrera, se vaciaron de contenido y se transformaron en instrumentos de validación del poder central. La vida cultural, intelectual y científica se subordinó al dogma oficial, lo que limitó la innovación y generó un clima de miedo y autocensura.

A pesar de todo ello, es innegable que el régimen también logró ciertos avances reales, especialmente en educación, alfabetización, acceso a servicios médicos y derechos de la mujer. Estos logros, sin embargo, se dieron dentro de un sistema que exigía lealtad absoluta y sacrificios extremos, y donde cualquier disidencia era castigada como traición.

En suma, el proyecto comunista soviético vivió desde el principio atrapado entre sus principios fundacionales y las estrategias de supervivencia del poder. La utopía de una sociedad sin clases y sin Estado dio paso a una estructura burocrática, jerárquica y autoritaria, donde las decisiones se imponían desde arriba y la disidencia era considerada una amenaza existencial. Esta tensión no solo minó la legitimidad del sistema, sino que alimentó su futura crisis estructural.

Conclusión

La Revolución Rusa de 1917 y el ascenso del comunismo soviético constituyen uno de los procesos más transformadores y controvertidos del siglo XX. Lo que comenzó como una revuelta contra el antiguo régimen zarista se convirtió en una profunda revolución política, económica y cultural que no solo transformó a Rusia, sino que influyó en el curso de la historia mundial durante décadas.

A través del liderazgo de figuras como Lenin y Trotsky, el Partido Bolchevique supo capitalizar el descontento popular y la crisis del Gobierno Provisional, estableciendo una nueva forma de gobierno basada en principios marxistas reinterpretados con pragmatismo y radicalismo. La toma del poder fue rápida, pero la consolidación del sistema comunista exigió decisiones difíciles, muchas veces alejadas de los ideales originales. La posterior centralización del poder bajo Stalin radicalizó ese alejamiento, transformando el sueño revolucionario en una maquinaria estatal autoritaria y represiva.

El impacto de la revolución trascendió las fronteras soviéticas, sirviendo como inspiración y modelo para numerosos movimientos comunistas y anticapitalistas en todo el mundo. No obstante, el contraste entre los ideales proclamados y las realidades impuestas marcó una contradicción persistente, cuyas consecuencias políticas, económicas y humanas aún siguen siendo objeto de debate histórico.

Estudiar la Revolución Rusa no es solo una mirada al pasado, sino también una invitación a reflexionar sobre la relación entre ideología y poder, entre utopía y realidad, y sobre los dilemas que enfrenta cualquier proyecto político que busque transformar radicalmente una sociedad.


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